El Cielo se viste de una pequeña divinidad
para cada persona,
de esa minúscula deidad que él mismo
anheló adorar por gracia
durante un tímido día de verano –
casi encogiéndose de la gloria
que él, importunando, quería ver
hasta el día en que estos cansados altares
cayeran en completa eternidad –
Cuán amenazante era esa ventura –
como si alguien demandara a una estrella –
que debido a su criterio mezquino
dejara su hilera – y se cobijara en la desesperación
–
Era una clemencia tan convencional –
que nosotros casi dejamos el temor –
facilitándole al más pequeño –
al más lejano de todos – la posibilidad
de adorar –
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