Fue como un torbellino con un
rasguño
que cada día, más y más
cerca,
continuara estrechando su
hirviente rueda,
hasta que la agonía
jugó fríamente con la última
pulgada
de tu delirante costado –
y tú caíste, perdida,
cuando algo se quebró –
y te sacó del sueño –
como si un duende con un
aparato para calibrar –
continuara midiendo las horas
–
hasta sentir que el segundo
de tu pertenencia
pasaba indefenso entre sus
garras –
y ni un tendón – si acaso
fuera movido –
podría ayudar – y el sentido
comenzaba a nublarse –
cuando Dios – fue recordado –
y el maniático
se dejó ir, entonces superado
–
como si tu sentencia quedara
– pronunciada –
y tú, helada, fueras
conducida
desde el lujo de duda del
calabozo
al patíbulo de los muertos –
Y cuando cierta fina película
terminó de coserte
los ojos, una criatura suplicó anhelante:
“¡indulto!”
¿Cuál angustia fue entonces
la más extrema,
perecer o vivir?
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