De todos los sonidos
arrojados al mundo
no hay para mí uno que me
haga sentir
tan responsable como esa
vieja entonación
de las ramas – esa melodía
instrumental –
que hace el viento –
laborioso, como una mano
cuyos dedos peinan al cielo –
para, luego, descender
tembloroso,
con ramilletes musicales –
Esa vieja entonación
permitida a los dioses –
y a mí –
es herencia para nosotros,
más allá del arte de vencer –
más allá de la característica
del quitar,
propia del ladrón –
pues la ganancia no se
adquiere por los dedos –
Antigua entonación, de oro,
que se ocultó
para la totalidad de los días
más adentro de los huesos –
e incluso en el interior de
la urna –
No puedo asegurar que el
dichoso polvo
no se levante e intervenga,
de alguna extraña manera muy
suya –
en festejo más singular –
cuando los vientos dan
vueltas y vueltas
formando gavillas – y
ronronean contra la puerta –
cuando los pájaros se
acomodan – encima de ellos –
para ser su orquesta.
Si acaso yo estuviera tan
excluida –
como para no oír nunca a ese
canto descarnado –
surgir solemne en el árbol –
le suplico la gracia de las
ramas del verano –
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