Me encanta verlo lamer las
millas –
y relamer los valles –
verlo detenerse para comer en
los depósitos –
y después – andar prodigioso
alrededor de una pila de
montañas –
y, presuntuoso, husmear
en las chozas – que encuentra
por los caminos,
y luego escarbar en una
cantera
para acomodar sus costados,
y revolcarse en medio
quejándose todo el tiempo
mediante una horrenda –
sibilante canción –
después irse detrás de sí
mismo
montaña abajo –
relinchar como Bonaerges –
Y entonces – más puntual que
una estrella
lo veo parar – dócil,
omnipotente,
en la puerta de su propio
establo –
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