Lloré delante de la piedad –
no delante del dolor –
“Pobre niña”, le oí decir a
una mujer –
Y algo en su voz
me convenció de mí misma –
Yo había fracasado durante
tanto tiempo
que me parecía lo más
habitual,
y la salud y la risa me
parecían cosas curiosas
para mirar, como un juguete –
que compran las personas
adineradas,
a veces has oído esto, y ves
ese paquete
envuelto –
y llevado, suponemos – al
cielo,
obsequiado a niños dorados –
nunca para tocar ni desear,
ni para pensar, con un
suspiro –
en cómo ese fulano – habría
sido con nosotros,
solo si Dios lo hubiera
preferido de otra manera.
Ojalá yo supiera el nombre de
aquella mujer –
Para, cuando venga por aquí.
clausurarme la vida y taparme
los oídos,
por miedo a oírle decir
que ella “lamenta mi muerte”
– otra vez –
preciso cuando el sepulcro y
yo –
habíamos sollozado mutuamente
nuestra única canción de cuna,
hasta casi dormirnos –
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