No era la muerte, pues yo me
encontraba aun de pie,
y todos los que mueren tienen
que estar acostados –
No era la noche, pues todas
las campanas
sacaron sus lenguas a causa
del mediodía.
No era la escarcha, pues en
mi propia carne
sentí – a los sirocos
arrastrarse –
Tampoco era el fuego – pues
mis pies de mármol,
solos, conseguirían sostener
frío a un cancel –
Y, no obstante, tenía el
sabor de todo esto.
Las figuras que he visto,
puestas en orden para la
tumba,
me recordaron a la mía –
Como si mi vida hubiera sido
afeitada,
asegurada a un marco,
y no lograra respirar sin una
llave.
Y era un poco como la
medianoche.
Como cuando se detiene – todo
lo que ha latido –
y el espacio observa – todo
lo que lo rodea –
O como cuando heladas
aterradoras – durante
las primeras mañanas de otoño
–
derrocan a la palpitante
tierra.
Pero, sobre todo, como el
caos – frío – imparable –
sin oportunidad ni mástil –
sin siquiera la señal de
llegada a un territorio –
para justificar – la
desesperación.
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