Si pudiera sobornarlos con
una rosa
les traería todas las flores
que crecen
de Amherst a Cachemira.
Nada me detendría, ni noche,
ni tormenta –
ni heladas, ni muerte, ni
nadie –
Tan querido sería mi empeño.
Si ellos se pusieran
exigentes por un pájaro,
mi pandero sería oído desde
muy temprano
entre los bosques de abril;
incansable a lo largo de todo
el verano,
sólo para irrumpir en un
canto más salvaje
cuando el invierno agitara
las ramas.
Qué importa si me oyen.
¿Quién asegura
que tal fastidio
no pueda, al final, tener
algún valor?
¿Que, hartos de la cara de
esta mendiga –
ellos no puedan, al fin y al
cabo, dar
la aprobación – para
expulsarla de la sala?
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