lunes, 25 de enero de 2016

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Acerco un vino desacostumbrado
a unos labios por mucho tiempo resecos,
cerca de los míos,
y los invito a beber.

Crujiendo, con fiebre, ellos lo prueban,
vuelvo mi rebosante mirada
y regreso después de una hora a observar.

Las manos continúan abrazando la copa rechazada –
Los labios que yo hubiera podido refrescar,
pobre de mí, se encuentran tan superficialmente fríos –

que sería como si intentara dar calor
a mis senos, donde ha reposado la escarcha
cientos de años bajo el moho –

Puede existir otro sediento
a quien todo esto me hubiera conducido,
si se hubiese quedado a conversar –

Por eso siempre llevo conmigo la copa,
por si acaso puede ser mía la gota
que mitigue la sed del peregrino –

por si acaso alguien me dice
“hacia lo pequeño, hacia mí”,
cuando yo, al final, despierte – 

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