Acerco un vino
desacostumbrado
a unos labios por mucho tiempo
resecos,
cerca de los míos,
y los invito a beber.
Crujiendo, con fiebre,
ellos lo prueban,
vuelvo mi rebosante
mirada
y regreso después de una
hora a observar.
Las manos continúan
abrazando la copa rechazada –
Los labios que yo hubiera
podido refrescar,
pobre de mí, se
encuentran tan superficialmente fríos –
que sería como si
intentara dar calor
a mis senos, donde ha
reposado la escarcha
cientos de años bajo el
moho –
Puede existir otro
sediento
a quien todo esto me
hubiera conducido,
si se hubiese quedado a
conversar –
Por eso siempre llevo
conmigo la copa,
por si acaso puede ser
mía la gota
que mitigue la sed del
peregrino –
por si acaso alguien me
dice
“hacia lo pequeño, hacia
mí”,
cuando yo, al final,
despierte –
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