Ella lo soportó hasta que
las simples venas
se trazaron azules en su
mano –
hasta que la súplica
alrededor de sus ojos serenos
detuvo a los crayoles
púrpura,
hasta que los narcisos
vinieron y se fueron,
no puedo decir cuántos.
Y entonces ella dejó de
soportarlo –
Y se sentó con los
santos.
No más su paciente
figura,
grata al encontrarla en
el crepúsculo –
No más su tímido capote –
en la calle de la aldea –
Sólo coronas y cortesanos
–
Y, en medio, tan hermoso,
¿qué sino el tímido –
inmortal rostro
de aquella acerca de la
cual aquí estamos susurrando?
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